Para que me
entiendan, yo soy un tipo guapo, guapo sin titubear, y cuando le puse el filo
en el costado a Coqui, no lo pensé dos veces. Si no te vas, te paso el filo. Se
lo dije mirándolo de frente, porque es la única forma de mirar cuando enfrentas
a otro tipo. Esto funciona normalmente, porque lo dictan los cánones de la
guapería y porque tengo una altura impresionante y no soy un flacucho malo,
tengo un cuerpo de gimnasio que impresiona. Lleves próstata u ovarios, hay que
mirarme de todas formas. Si el conjunto lo rematas con una mirada de fiera de
película –que no la he ensayado-, y que me sale natural, pues muchas veces no
necesito tirar un golpe, porque por mucha guapería que tengas, nunca puedes
ganarlas todas, eso es verdad. Coqui, no obstante a ser un caso diferente, se
ha ganado el filo mío por cuestiones imprevisibles, sorprendentes e
inevitables, que mala suerte hemos tenido, Coqui, hermano mío.
Coqui nunca fue
un valiente, o no lo necesitó o no lo llevaba dentro, ya no lo sabremos porque
siempre andaba conmigo, y ya sea para cuidarlo o para robarme la gloria, yo le
decía: no te vayas a meter, que esto es muy fácil. Cuantos más mejor. Luego yo
molido, pero entregaba a Coqui sano en su casa. Esa era mi ley también:
devolver sano el niño. Así crecimos. Los piñazos de un niño, son piedras de un
adolescente, y filos de adulto. Sigo diciendo “filo”, y es que tengo la idea
loca de que la palabra da más qué pensar a una persona cuando sabe que el arma
está en manos que no piensan para cortar. Como que el término relaciona la
facilidad del metal contra la carne, o qué sé yo, que los guapos no tenemos
tiempo para disertar de boberías.
Crecimos bien,
pero Coqui se enredó con Sandrita, eso hizo que yo también me enredara más de
una vez y con más de uno, porque Sandrita nunca fue fácil pero cuando le juró y
recontrajuró que con él se tranquilizaba, mi hermanito de crianza le creyó,
porque la amaba. Pero yo no, y fue así que un día llegó alguien a sugerir que
no estaba tan sola como las palmas cuando el marido salía a la escuelita donde
trabajaba. Bueno ya se imaginarán que el guapo no anda en chismes, pero sí
investiga, porque al final REPUTAción de mi mejor amigo, es prestigio mío, así
que…
Salgo a la calle
con el filo por delante, poca gente, sol fuerte, corazón dispuesto. La casita
de Coqui quedaba a varias cuadras. Varios me saludan, les hago el gesto de
guapería acostumbrado, y me les quedo mirando, para anotar en la lista al que
no entienda las señas, pero nada pasa. Verdad que es pacífico y hasta aburrido cuando
te mueves por el mismo lugar cada día de tu vida, pero hoy no, hoy le enseño a
Coqui que solo se puede confiar en los de verdad, como yo, que ya casi no queda
nadie auténtico por ahí.
La casa en
cuestión tiene una sola puerta, al final hacia atrás no podría haber salido par
ningún lugar, porque choca con una cerca de mallas y una mata de ciruelas que
en cualquier momento empieza a levantar el piso. Al final, con largos pasos
llego y me planto frente a la única puerta de la casita azul. No voy a tocar,
nunca lo he hecho. Entro de un golpe, entramos más bien, porque el filo entra
siempre por delante. Y allí sorprendo a la muy… tranquila, y en cueros, qué
oportunidad, y que buena está, pero se la perderá mi amigo, porque hasta el
dolor de botarla de aquí se lo voy a ahorrar.
Sandrita tiembla
sorprendida, y yo me acerco, y ella retrocede, no aparece el tipo, entro al
cuarto ella hacia atrás siempre, cae sentada en la cama. Estará debajo, pienso.
Y me agacho a ver, más bien nos agachamos, ya saben quién va por delante, nadie
tampoco. Ruido de salto por la mata de ciruela. Ah… por ahí, pero entra por la
ventana de atrás ¿entra? Es Coqui. ¿Coqui? Dime quién es. Es lo primero que
dice. Y ahí yo me levanto de la cama (nos levantamos) lentamente, con cara de…
vaya yo nunca he sido rápido de pensamiento, pero cuando estoy de pie completo
ya Coqui está rociando en alcohol a la Sandrita sobre la cama. ¿Pero qué clase
de hombre mata dando candela? Con mi mejor amigo, con mi hermano, perra
maldita.
Los cánones de la
guapería prohíben matar mujeres. Mis cánones además prohíben que Coqui salga
herido, menos preso. Yo hablo más lento que el fósforo, suerte que, entre la
rabia y el temblor, no ralla a la primera. Suerte que tengo quien habla más
rápido.
Y aquí estamos,
filo contra el costado. Y él me mira, con ojos que no son los suyos, y baja los
brazos. Ah, se calmó, creo, …pero no. No dice nada. Y por primera, maldita vez,
siento lo que nunca debe sentirse en casos de este tipo, porque los ojos son
las ventanas del alma, y por esas ventanas se ve algo negro, duro y triste.
Coqui no pestañea y se mueve hacia mí contra el filo. Coqui contra el sucio
cuchillo. Toda nuestra crianza sobre el metal. ¡Cuídalo! dicen voces
paternales, maternales, y otras desconocidas. Aprieto los dientes, curvo el cuchillo,
no entra de punta, pero la parte cortante abre la piel y se llena de rojo. Ahí
lo suelto, está en el piso, lo he soltado antes que manche mis manos.
Yo no salto como
Sandrita sobre la herida, yo ni lloro, ni grito, ni auxilio, yo estoy detenido
ahí, en la intercepción entre el cuchillo, la herida, y los ojos abiertos e
irreconocibles. Y sé que esa intercepción también tiene un nombre porque muchos
ante mí la han tomado antes, pero hago como que no la reconozco, como que no la
he tomado hoy frente a otro hombre, a fin de cuentas, a lo mejor eso también es
guapería.